Por fin llego el día en el que le quitamos al enanito mayor (que ya no es tan enanito...), los ruedines de su bicicleta. Creo que va a ser uno de esos días que no olvidaremos nunca, ¡qué emocionante! ¡qué orgulloso y satisfecho estaba!... ¡y qué bien se le dio! Yo pensaba que el proceso iba a durar días enteros, corriendo detrás de el y sujetándole por la espalda, pero fue mucho más sencillo que todo eso: su padre cogió la bicicleta por detrás, le preguntó: ¿estás preparado?, él niño contesto que si, y su padre dijo: pues adelante, ¡pedalea! y soltó la bicicleta dándola un empujón, ¡así de fácil!, no se cayó ni hubo que correr detrás de el...
Yo les hacía fotos emocionada y no podía dejar de acordarme de aquel precioso y tierno pasaje del libro de Miguel Delibes, MI QUERIDA BICICLETA :
Mi padre, que todos los veranos leía el Quijote y nos sorprendía a cada momento con una risotada solitaria y estrepitosa, me había dicho durante el desayuno, atendiendo a mis insistentes requerimientos para que me enseñara a montar:
— Luego; a la hora de comer. Ahora déjame un rato.
Para un niño de siete años, los luego de los padres suelen suponer eternidades. De diez a una y media me dediqué, pues, a contemplar con un ojo la bicicleta apoyada en un banco del cenador y con el otro, la cristalera de la galería que caía sobre el jardín, donde mi padre, arrellanado en su butaca de mimbre con cojines de paja, leía incansablemente las aventuras de don Quijote. Su concentración era tan completa que no osaba subir a recordarle su promesa. Así que esperé pacientemente hasta que, sobre las dos de la tarde, se presentó en el cenador, con chaleco y americana pero sin corbata, negligencia que caracterizaba su atuendo de verano:
— Bueno, vamos allá.
Temblando enderecé la bicicleta. Mi padre me ayudó a encaramarme en el sillín, pero no corrió tras de mí. Sencillamente me dio un empujón y voceó cuando me alejaba:
— Mira siempre hacia adelante; nunca mires a la rueda.
Yo salí pedaleando como si hubiera nacido con una bicicleta entre las piernas. En la esquina del jardín doblé con cierta inseguridad, y, al llegar al fondo, volví a girar para tomar el camino del centro, el del cenador, desde donde mi padre controlaba mis movimientos. Así se entabló entre nosotros un diálogo intermitente, interrumpido por el tiempo que tardaba en dar cada vuelta:
— ¿Qué tal marchas?
— Bien.
— ¡No mires a la rueda! Los ojos siempre adelante.
Pero la llanta delantera me atraía como un imán y había de esforzarme para no mirarla. A la tercera vuelta advertí que aquello no tenía mayor misterio y en las rectas, junto a las tapias, empecé a pedalear con cierto brío. Mi padre, a la vuelta siguiente, frenó mis entusiasmos:
— No corras. Montar en bicicleta no consiste en correr.
— Ya.
Le cogí el tranquillo y perdí el miedo en menos de un cuarto de hora. Pero de pronto se levantó ante mí el fantasma del futuro, la incógnita del «¿qué ocurrirá mañana?» que ha enturbiado los momentos más felices de mi vida. Al pasar ante mi padre se lo hice saber en uno de nuestros entrecortados diálogos:
— ¿Qué hago luego para bajarme?
— Ahora no te preocupes por eso. Tú, despacito. No mires a la rueda.
Daba otra vuelta pero en mi corazón ya había anidado el desasosiego. Las ruedas siseaban en el sendero y dejaban su huella en la tierra recién regada, pero la incertidumbre del futuro ponía nubes sombrías en el horizonte. Daba otra vuelta. Mi padre me sonreía.
— Y cuando me tenga que bajar, ¿qué hago?
— Muy sencillo; frenas, dejas que caiga la bicicleta de un lado y pones el pie en el suelo.
Rebasaba el cenador, llegaba a la casa, giraba a la derecha, cogía el paseo junto a la tapia, aceleraba, alcanzaba el fondo del jardín y retornaba por el paseo central. Allí estaba mi padre de nuevo. Yo insistía tercamente:
— Pero es que no me sé bajar.
— Eso es bien fácil, hijo. Dejas de dar pedales y pones el pie del lado que caiga la bicicleta.
Me alejaba otra vez. Sorteaba el cenador, topaba con la casa, giraba ahora a la izquierda, recorría el largo trayecto junto a la tapia hasta alcanzar el fondo del jardín para retornar al paseo central. Mi padre iba ya caminando lentamente hacia el porche:
— Es que no me atrevo. ¡Párame tú! -confesé al fin.
Las nubes sombrías nublaron mi vista cuando oí la voz llena de mi padre a mis espaldas:
— Luego; a la hora de comer. Ahora déjame un rato.
Para un niño de siete años, los luego de los padres suelen suponer eternidades. De diez a una y media me dediqué, pues, a contemplar con un ojo la bicicleta apoyada en un banco del cenador y con el otro, la cristalera de la galería que caía sobre el jardín, donde mi padre, arrellanado en su butaca de mimbre con cojines de paja, leía incansablemente las aventuras de don Quijote. Su concentración era tan completa que no osaba subir a recordarle su promesa. Así que esperé pacientemente hasta que, sobre las dos de la tarde, se presentó en el cenador, con chaleco y americana pero sin corbata, negligencia que caracterizaba su atuendo de verano:
— Bueno, vamos allá.
Temblando enderecé la bicicleta. Mi padre me ayudó a encaramarme en el sillín, pero no corrió tras de mí. Sencillamente me dio un empujón y voceó cuando me alejaba:
— Mira siempre hacia adelante; nunca mires a la rueda.
Yo salí pedaleando como si hubiera nacido con una bicicleta entre las piernas. En la esquina del jardín doblé con cierta inseguridad, y, al llegar al fondo, volví a girar para tomar el camino del centro, el del cenador, desde donde mi padre controlaba mis movimientos. Así se entabló entre nosotros un diálogo intermitente, interrumpido por el tiempo que tardaba en dar cada vuelta:
— ¿Qué tal marchas?
— Bien.
— ¡No mires a la rueda! Los ojos siempre adelante.
Pero la llanta delantera me atraía como un imán y había de esforzarme para no mirarla. A la tercera vuelta advertí que aquello no tenía mayor misterio y en las rectas, junto a las tapias, empecé a pedalear con cierto brío. Mi padre, a la vuelta siguiente, frenó mis entusiasmos:
— No corras. Montar en bicicleta no consiste en correr.
— Ya.
Le cogí el tranquillo y perdí el miedo en menos de un cuarto de hora. Pero de pronto se levantó ante mí el fantasma del futuro, la incógnita del «¿qué ocurrirá mañana?» que ha enturbiado los momentos más felices de mi vida. Al pasar ante mi padre se lo hice saber en uno de nuestros entrecortados diálogos:
— ¿Qué hago luego para bajarme?
— Ahora no te preocupes por eso. Tú, despacito. No mires a la rueda.
Daba otra vuelta pero en mi corazón ya había anidado el desasosiego. Las ruedas siseaban en el sendero y dejaban su huella en la tierra recién regada, pero la incertidumbre del futuro ponía nubes sombrías en el horizonte. Daba otra vuelta. Mi padre me sonreía.
— Y cuando me tenga que bajar, ¿qué hago?
— Muy sencillo; frenas, dejas que caiga la bicicleta de un lado y pones el pie en el suelo.
Rebasaba el cenador, llegaba a la casa, giraba a la derecha, cogía el paseo junto a la tapia, aceleraba, alcanzaba el fondo del jardín y retornaba por el paseo central. Allí estaba mi padre de nuevo. Yo insistía tercamente:
— Pero es que no me sé bajar.
— Eso es bien fácil, hijo. Dejas de dar pedales y pones el pie del lado que caiga la bicicleta.
Me alejaba otra vez. Sorteaba el cenador, topaba con la casa, giraba ahora a la izquierda, recorría el largo trayecto junto a la tapia hasta alcanzar el fondo del jardín para retornar al paseo central. Mi padre iba ya caminando lentamente hacia el porche:
— Es que no me atrevo. ¡Párame tú! -confesé al fin.
Las nubes sombrías nublaron mi vista cuando oí la voz llena de mi padre a mis espaldas:
— Has de hacerlo tú solo. Si no, no aprenderás nunca. Cuando sientas hambre subes a comer.
Y allí me dejó solo, entre el cielo y la tierra, con la conciencia clara de que no podía estar dándole vueltas al jardín eternamente, de que en uno u otro momento tendría que apearme, es más, con la convicción absoluta de que en el momento en que lo intentara me iría al suelo. En las enramadas se oían los gorjeos de los gorriones y los silbidos de los mirlos como una burla, mas yo seguía pedaleando como un autómata, bordeando la línea de la tapia, sorteando las enredaderas colgantes de las pérgolas del cenador. ¿Cuántas vueltas daría? ¿Cien? ¿Doscientas? Es imposible calcularlas pero yo sabía que ya era por la tarde. Oía jugar a mis hermanos en el patio delantero, las voces de mi madre preguntando por mí, las de mi padre tranquilizándola, y persuadido de que únicamente la preocupación de mi madre hubiera podido salvarme, fui adquiriendo conciencia de que no quedaba otro remedio que apearme sin ayuda, de que nadie iba a mover un dedo para facilitarme las cosas, incluso tuve un anticipo de lo que había de ser la lucha por la vida en el sentido de que nunca me ayudaría nadie a bajar de una bicicleta, de que en este como en otros apuros tendría que ingeniármelas por mí mismo.
Movido por este convencimiento, pensé que el lugar más adecuado para el aterrizaje era el cenador. Había de llegar hasta él muy despacio, frenar ante la mesa de piedra, afianzar la mano en ella, y una vez seguro, levantar la pierna y apearme. Pero el miedo suele imponerse a la previsión y, a la vuelta siguiente, cuando frené e intenté sostenerme en la mesa, la bicicleta se inclinó del lado opuesto, y yo entonces di una pedalada rápida y reanudé la marcha. Luego, cada vez que decidía detenerme, me asaltaba el temor de caerme y así seguí dando vueltas incansablemente hasta que el sol se puso y ya, sin pensármelo dos veces, arremetí contra un seto de boj, la bicicleta se atoró y yo me apeé tranquilamente. Mi padre ya salía a buscarme:
— ¿Qué?
— Bien.
— ¿Te has bajado tú solo?
— Claro.
Me dio en el pestorejo un golpe cariñoso:
— Anda, di a tu madre que te dé algo de comer. Te lo has ganado.
— ¿Qué?
— Bien.
— ¿Te has bajado tú solo?
— Claro.
Me dio en el pestorejo un golpe cariñoso:
— Anda, di a tu madre que te dé algo de comer. Te lo has ganado.
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